Aquella noche me deslicé sigilosa entre tus cálidas sábanas, como te había prometido horas antes. Entré en tu habitación rodeada de penumbra, porque las luces estaban a medio gas, dislumbrándose a lo lejos, tan sólo tu silueta en el lecho. No creo que me esperaras. O tan sólo, no creías que fuera capaz de cumplir mis promesas. Parecía quizás un imposible. Quizás demasiado tiempo, quizás demasiada distancia, quizás demasiada vida. Pero estaba ahí. Me acerqué sin apenas hacer ruido, sin apenas ropa y me tumbé junto a ti.
Deslicé suavemente mis manos por
tu desnudo cuerpo, intentando recordar cada rincón, cada pliegue. Intentando
revivir.
Dibujaba caricias en tu piel, con
mis dedos, con mis labios, con mi húmeda y cálida lengua. Inventaba sinfonías
de puro placer con meros roces sin olvidar ni un solo rincón de tu cuerpo. No hacía falta
más, el tacto era suficiente para llevar nuestros cuerpos y nuestras mentes a
un frenesí sin retorno. A un frenesí que culminó en una explosión de placer sin
medida, regado de goce.
Jolín, caricias...
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