Ella yacía dormida, aunque su
sueño no podía ser muy profundo porque no hacía mucho tiempo que se había
retirado a su habitación vencida por el cansancio y el sueño. No sabía si se
trataba de un sueño o una fantasía. Pero fuera lo que fuere, le resultaba muy
placentero. Sentía los roces y caricias por su cuello, por su torso, por sus
nalgas. Hacía un rato estaba tan cansada que simplemente se quitó la ropa y se
había metido bajo la sábana. Así, sea lo que fuere lo que le estaba pasando,
sería muy sencillo de sentir. Las caricias eran suaves y diestras en su
trabajo, el aliento cálido al respirar tras su nuca, y la atmósfera se cargaba
poco a poco de sensualidad. Le acariciaba luego, deslizándose con las suaves
yemas de los dedos la frente, la nariz, sus labios, la barbilla… Continuó por
su cuello, su pecho…, y comenzó a besarla. Besos cálidos y húmedos que erizaban
el vello aunque una no quisiera. No paraban las caricias, y quién quería que
pararan con lo bien que la hacían sentir.
Pronto, esos delicados y certeros
dedos descendieron poco a poco en su tarea. Bajaron hasta el pubis y comenzaron
a acariciar otros labios, que con esas caricias se humedecían y permitían, sin
apenas oponer resistencia que los invadieran. Los besos tampoco pararon,
suaves, delicados y certeros por cada pedacito de piel. Lamía sus pezones que
se erguían a cada estímulo. Y que bien que lo hacía, pareciera que la conociera
y conociera todo lo que a ella más le gustara. Era el amante perfecto, el que
olvida todos sus egoísmos para
satisfacer y complacer a quien yace junto a sí y comparte su lecho.
Pronto, algo más grande que
aquellos ágiles dedos se acercó sigiloso a sus muslos y no pidió permiso para
entrar. No lo necesitaba, se había ganado el pase. Con movimientos de cadera
suaves y rítmicos, ninguno más fuerte que otro, iba calentándose el ambiente,
sin prisas pero lleno de sensaciones, tanto interiores como exteriores. De esas
que hacen estremecer los cuerpos. De esas que se quieren más y más, como si
fueran drogas.
El inusual amante, le ordena
subir, cabalgar sobre su cuerpo cual amazonas, controlando ahora ella a la
bestia, el ritmo de la marcha, al paso, al trote…, según le fuera pidiendo el cuerpo. A cada envestida una nueva
sensación de placer con ritmo acompasado de la marcha, una y otra vez. Estiraba
su espalda dejándose caer hacia atrás y volviendo a erguirse consiguiendo así que la penetraran hasta las
profundidades de su ser. Sabía lo que se hacía, no era la primera vez….
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