jueves, 21 de enero de 2010

EL ASCENSOR


Como pasaba todos los veranos y mucho más por la tarde, la oficina estaba prácticamente desierta. Aquel bloque de oficinas de doce plantas había huido en estampida a disfrutar de las merecidas vacaciones. Sólo un par de pringados, por llamarlos de alguna forma, permanecían impávidos y cumpliendo estrictamente con los mandamientos laborales. Los papeles se amontonaban y parecieran que tuvieran pies, y quisieran salir corriendo pero alguien los retuviera.  En las  tardes,  no estaba el chico que se encargaba de las fotocopias, ni el de llevar y traer los documentos, así que si querías, tenías que menear el culo y hacer esas cosas tú mismo. María no iba a ser menos, y más ella que todo lo hacía con suma diligencia y sin protestar.
No le importaba cruzar la planta para recoger un fax, pero se achantaba en pensar que alguien le pidiera coger el ascensor. Acudía a la oficina siempre con pantalones, le parecían la opción más cómoda, pero aquel día María había cogido lo que tenía más a mano, un traje de corte ibicenco que le quedaba realmente bien, creado especialmente para ella, aunque lo había comprado en un rastro de las callejuelas del centro.
Cuando sonó el teléfono lo atendió pronto. Al principio, nadie contestaba al otro lado, aunque enseguida, una voz que le sonó sumamente conocida le ordenó bajar a la quinta planta lo antes posible. Se dirigió al ascensor un pelín nerviosa porque apenas quedaba nadie en el edificio y el calor comenzaba a ser asfixiante. De pronto alguien lo había llamado desde el piso diez. Al llegar allí, un chico que nunca había visto pero sin duda parecía desenvuelto como el que más. El calor hacía también estragos en aquel figurín que no perdió ni un momento la compostura. Repentinamente, el ascensor se había parado y a María le había entrado el pánico; los ascensores la excitaban demasiado y ahora no estaba sola.
En un instante, un cosquilleo le recorrió la entrepierna y el fuego le oprimía su pecho sin apenas dejarla respirar. Miró de reojo a su acompañante al que era el calor y los espacios cerrados incomodaban. Nunca sintió mas que asco ante el olor a sudor masculino, pero ahora era diferente. Aspiraba ese olor cargado de feromonas que parecían atraerla, invitándola a atacar cual felina en celo. Y así es como se sentía, desesperada por devorar y ser devorada, por poseer y ser poseída…
Un instante, un solo instante para coquetear; no había más tiempo. Se mordió el labio inferior pasando inmediatamente su lengua para humedecerlos sin sacarle ni un minuto la mirada de encima. Su personalidad había cambiado en aquel lugar, fetiche de sus más oscuros deseos. Se sentía inquieta por probar su presa, por degustar las mieles que ese cuerpo escondía y se le ofrecían por todos los sentidos. Pero al mismo tiempo necesitaba que la cataran a ella, que bebieran de su fuente, el néctar, su ambrosia… Poder apreciar los efluvios,  las propiedades de los cuerpos.
Por un instante, recapacitó, pero el instinto animal fue superior. Se acercó a su presa,  rozó con suavidad sus pezones y acercó sus labios con una respiración pausada, rítmica, relajada, contuvo el aliento al acercarse a él, y liberó un jadeo. En ese momento él entendió lo que ella le estaba insinuando durante un rato.
Sin mediar palabra, se abalanzaron el uno contra el otro, desesperados por lo que el ambiente contenía, devorándose sin darse tregua,  convirtiéndose en un solo cuerpo, bailando un solo ritmo. Y de pronto, el ascensor se puso nuevamente en marcha…


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