Como pasaba todos los veranos y mucho
más por la tarde, la oficina estaba prácticamente desierta. Aquel bloque de
oficinas de doce plantas había huido en estampida a disfrutar de las merecidas
vacaciones. Sólo un par de pringados, por llamarlos de alguna forma,
permanecían impávidos y cumpliendo estrictamente con los mandamientos
laborales. Los papeles se amontonaban y parecieran que tuvieran pies, y
quisieran salir corriendo pero alguien los retuviera. En las
tardes, no estaba el chico que se
encargaba de las fotocopias, ni el de lleva r
y traer los documentos, así que si querías, tenías que menear el culo y hacer
esas cosas tú mismo. María no iba a ser menos, y más ella que todo lo hacía con
suma diligencia y sin protestar.
No le importaba cruzar la planta para
recoger un fax, pero se achantaba en pensar que alguien le pidiera coger el
ascensor. Acudía a la oficina siempre con pantalones, le parecían la opción más
cómoda, pero aquel día María había cogido lo que tenía más a mano, un traje de
corte ibicenco que le quedaba realmente bien, creado especialmente para ella,
aunque lo había comprado en un rastro de las callejuelas del centro.
Cuando sonó el teléfono lo atendió
pronto. Al principio, nadie contestaba al otro lado, aunque enseguida, una voz
que le sonó sumamente conocida le ordenó bajar a la quinta planta lo antes
posible. Se dirigió al ascensor un pelín nerviosa porque apenas quedaba nadie en
el edificio y el calor comenzaba a ser asfixiante. De pronto alguien lo había
llamado desde el piso diez. Al llegar allí, un chico que nunca había visto pero
sin duda parecía desenvuelto como el que más. El calor hacía también estragos
en aquel figurín que no perdió ni un momento la compostura. Repentinamente, el
ascensor se había parado y a María le había entrado el pánico; los ascensores
la excitaban demasiado y ahora no estaba sola.
En un instante, un cosquilleo le
recorrió la entrepierna y el fuego le oprimía su pecho sin apenas dejarla
respirar. Miró de reojo a su acompañante al que era el calor y los espacios
cerrados incomodaban. Nunca sintió mas que asco ante el olor a sudor masculino,
pero ahora era diferente. Aspiraba ese olor cargado de feromonas que parecían
atraerla, invitándola a atacar cual felina en celo. Y así es como se sentía,
desesperada por devorar y ser devorada, por poseer y ser poseída…
Un instante, un solo instante para
coquetear; no había más tiempo. Se mordió el labio inferior pasando
inmediatamente su lengua para humedecerlos sin sacarle ni un minuto la mirada
de encima. Su personalidad había cambiado en aquel lugar, fetiche de sus más
oscuros deseos. Se sentía inquieta por probar su presa, por degustar las mieles
que ese cuerpo escondía y se le ofrecían por todos los sentidos. Pero al mismo
tiempo necesitaba que la cataran a ella, que bebieran de su fuente, el néctar, su
ambrosia… Poder apreciar los efluvios, las propiedades de los cuerpos.
Por un instante, recapacitó, pero el
instinto animal fue superior. Se acercó a su presa, rozó con suavidad sus pezones y acercó sus
labios con una respiración pausada, rítmica, relajada, contuvo el aliento al
acercarse a él, y liberó un jadeo. En ese momento él entendió lo que ella le
estaba insinuando durante un rato.
Sin mediar palabra, se abalanzaron el
uno contra el otro, desesperados por lo que el ambiente contenía, devorándose
sin darse tregua, convirtiéndose en un
solo cuerpo, bailando un solo ritmo. Y de pronto, el ascensor se puso
nuevamente en marcha…
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