Angélica, hacia honor a su nombre. Sus dulces facciones invitaban a no apartar la mirada, atrayendo a quien osase a clavar sus ojos en su cándido cuerpo.
Las tardes comenzaban a hacerse cada vez más cortas, y pronto la luz se desvanecía sin apenas despedirse. Amante de la lectura, había descubierto el lugar perfecto para ejercitar esa gran pasión que la embriagaba; en un rincón de la biblioteca, junto a una lámpara de lectura y un sillón orejero. Y allí la encontró, con sus piernas entreabiertas, con apenas un desgastado camisón para cubrirla, que dejaba adivinar lo que tras de sí se escondía, relajada y absorta en sus pensamientos. Decidió no importunarla, pero recreó, desde lo lejos, su mirada en las sutiles imágenes que se dibujaban en la sombra, y dejó volar los pensamientos de la mano de sus fantasías.
En el silencio de la tarde, apenas se oía el suave voltear de las hojas. Al mismo tiempo, ella humedecía sus labios, que al hidratarlos lucían aún más carnosos y apetecibles, invitando a ser devorados. De vez en cuando, se propinaba pequeños mordiscos y acariciaba su rostro. Deslizando sus delicados dedos por el cuello, dejaba que continuaran recorriendo su inocente figura para perderse a la vista, escoltados por la penumbra y avivando la imaginación de las maliciosas miradas.
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