lunes, 14 de junio de 2010

LUNA DE FEBRERO


            Apareció sigiloso en la habitación donde Laura se disponía a vestirse.  No la dejó. Aprovechó su desnudez para asirse a su cintura,  agarrando  sus tibias carnes,  la  embistió por detrás como lo hace la mayoría de los machos del reino animal, y la puso sobre la roja alfombra. Arqueó sus rodillas y levantó su pelvis sin dejar de acariciarla un momento. Sus actos, primitivos, contrastaban con la ternura con la que a la vez la trataba e intentaba regocijarla para que no se sintiera perturbada. Le susurraba al oído palabras obscenas, que procedentes de sus labios llenaban su pecho de frenesí y ansia. Con sus ligeros dedos, recorrió la infinidad de puntos que sólo él sabía que la volvían loca. Con su larga y húmeda lengua, saboreó las mieles, que se le ofrecían sin oponer resistencia.

Era el momento y lo sabía. Quería poseerla como nadie lo había hecho nunca. Quería hacerla suya, y proporcionarle ese placer difícil de olvidar…  Ese deleite vedado a la moralidad y a las buenas costumbres. Tenía que hacerlo, y ella, lo estaba pidiendo a gritos.


Se acercó con suavidad, para no violentarla, humedeciendo la puerta por la que debía acceder, para no ser rechazado. Continuaba al mismo tiempo con su sinfonía de piano, porque sus manos nunca se detenían en su afán de proporcionar goce. Logró entrar y Laura comenzó a experimentar sensaciones por ella  nunca vividas, de éxtasis, de placer. Con cada movimiento, su cuerpo respondía complaciente y pedía más, y más, porque ahora había probado el néctar y la ambrosia de las divinidades.

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