El verano tocaba a su fin, pero aún se mantenía el calor sofocante que
aletargaba todo movimiento. Sin pensárselo, se dirigió a la ducha pues no
soportaba la sensación untuosa que le dejaba el sudor en su piel. Rauda comenzó
con comedimiento y mesura a enjabonar cada recóndito lugar de su ser. La
esponja se deslizaba con suavidad por todo su cuerpo, deteniéndose en aquellas
partes que ella consideraba debían lleva r
un mayor cuidado. Al acabar, dejó que el agua arrastrara toda la suciedad.
Se mantuvo largo rato bajo la ducha, disfrutando del frescor que ésta le
proporcionaba; primero con enérgico chorro y después como gotas de rocío brotando de ella. Al concluir, comenzó con rito
ceremonioso el secado. Se sentó en un taburete para no perder el equilibrio, y poco a poco deslizó la toalla para que
absorbiera cada gota y cada resquicio de humedad. A continuación se dispuso a la
laboriosa tarea de hidratar su fina y nacarada piel.
Comenzando por los dedos de sus pies, poco a poco fue ascendiendo, apaciblemente
por sus piernas, cual bailarín de vals instruido. No olvidaba ningún rincón,
pues tenía ansias de mostrarse, pero principalmente sentirse, limpia. I gualmente acarició su torso y sus senos, su cuello y sus brazos, hasta que
toda su piel quedó impregnada, tersa y con un delicado olor a almizcle…
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