Lo encontró descansando y
sin ropa, estirado boca abajo sobre su cama. Se dirigió a él, sigilosa cual gata en celo y comenzó a acariciarle el
lóbulo de la oreja con su lengua, como si estuviera degustando un
pequeño trozo de delicioso chocolate.
Luego la deslizó por su cuello, untándoselo con cálida saliva y le
propinó infinidad de suaves besos.
Le acariciaba la nuca con sus
firmes pechos, despertando en él un deseo incontrolable de
besarlos, devorarlos a mordiscos, pero no lo dejó, quería continuar con este
juego que había comenzado donde ella llevaba las riendas.
Continuó recreándose con sus nalgas, atreviéndose
a hincarles de
vez en cuando el diente, con un dulce y tierno mordisqueo. Luego, las rozó con sus senos. Con ello le asaltaron nuevamente unas ganas irreprimibles
de girarse y devorarla, pero no se lo permitió. Ella, y sólo ella, fue trazando poco a poco un
camino por el interior de los muslos con su lengua. Prosiguió con
suaves besos, con tiernos lamidos… ¡No sabía dónde meterse!
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