Ante aquel descomunal aburrimiento pasaba sus horas muertas en el sofá. A ratos leía, a ratos pensaba y saciaba sus ansias como se había acostumbrado a ver en las películas americanas, comiendo helado. Era verano, y se aprovechaba de eso para andar algo ligerita de ropa por casa. Total, pensaba, nadie iba a llamar a su puerta. Adoraba la vainilla, ese sabor que tenía algo misterioso y sensual al mismo tiempo. Quizás por eso le gustaba tanto, por la sensualidad que desprendía su dulce sabor. Le gustaba cremoso al paladar, para poder saborearlo con parsimonia, cual ritual ceremonioso, mientras de fondo el bullicio televisor le era del todo indiferente.
Por qué había aprendido a apreciar aquellas pequeñas cosas que le hacían tan feliz. Ni ella misma lo sabía. La compañía de la soledad, había ido poco a poco acampado en sus huesos y se había quedado sin ser invitada. Se sentía a gusto así, aunque a veces, y sólo a veces, pedía a gritos, con un eco mudo, un poco de compañía.
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