sábado, 18 de septiembre de 2010

AMO


Aquel hombre llegó a su casa y su amante lo recibió desnuda como a él le gustaba que lo hiciera. Sus ojos le brillaban, parecía una gata en celo; seguro que se había estado tocando en su ausencia y estaría muy, muy mojada. Pero para confírmalo se lo preguntó.

 –Perra, ¿cómo está tu raja?

-Mi señor  siempre lista para cuando quiera usarme.

En ese momento la agarró por los pelos y la lanzó contra el sillón. Le gustaba humillarla y a ella sentirse humillada. Era un juego que la excitaba muchísimo. Le gustaban sus nalgadas, que le dejaban marcados los dedos en su trasero, que le restregara  sus pezones la retorcía de placer. Esa pequeña frontera entre el dolor y el placer, esa era la que más la excitaba, la que más caliente la ponía. Que la escupiera y luego frotara la saliva por su cuerpo como quien lo unta de crema. O cuando la insultaba llamándola perra, zorra o puta. Su furcia dispuesta a hacer todo lo que su amo le pidiera sin contemplación alguna. Deseosa, siempre dispuesta a más, siempre húmeda y viciosa.

De pronto, la untó con una crema que no había usado antes y se dispuso a hacerla suya sin contemplaciones por la puerta de atrás, esa que tanto la volvía loca y la sacaba de sí misma. Se transformaba. Parecía una loca, una posesa. Como si todas sus terminaciones nerviosas confluyeran en su ano. Como su “punto G” se encontrara en su zona h.

Cabalgó sobre ella largo rato, penetrándola una y otra vez ante sus gritos desesperados de placer. De improviso, paró, giró su cuerpo y la volvió a penetrar por delante. Ella suplicaba que volviera a donde lo había dejado pero las perras no tienen derecho a protestar así que allí se hacía lo que su amo decía. Su pene se erguía majestuoso, dispuesto a comerse el mundo, a regocijarse de placer y a darlo.

Abrió sus muslos y cambió de cavidad. Con sus dedos intercambiaba roces en sus senos y en su clítoris hasta dejarla sin voluntad. Pidiendo más y más, porque ella nunca se cansaba. Cuando él sintió que iba a eyacular y se retiró para derramarse por su cuerpo…

miércoles, 8 de septiembre de 2010

ASPID

Con su rodilla le rozó en el muslo, como quien hace algo prohibido. Mil y una caricias se perdieron en la infinidad de los momentos, antes de que sus manos llegaran a tocarla. Luego, ella se giró y lo miró directamente a la cara. Permanecieron así un momento y con sus ojos se dijeron todo. Ana tomó la iniciativa y lo besó suave, sólo rozándole los labios, mientras le acariciaba su rostro. Le cogió las manos, lo miró de nuevo y juntaron tímidamente los labios. Él se incorporó y casi con violencia la agarró por la nuca y le dio un beso profundo, al que siguieron muchos más…

Ella comenzó a acariciarle el pecho, le volvía loco, un par de minutos después estaban besándose de nuevo, no podían parar.Se tumbaron sobre la hierba, se desprendieron de su ropa y buscaron la complicidad  de sus cuerpos para continuar. Fueron muy pronto presa de esos deseos incontrolados de amarse, acariciarse, besarse, fundirse  en un solo bloque, aunque entendieron que tanta pasión los dejaría pronto exhaustos.

Se acariciaron. Con las yemas de sus dedos pincelaron la piel que les cubría, por turnos. Desde la frente, bajando por los húmedos labios, el cuello… Recorriendo el pecho sin olvidarse de los pezones. Esos que siempre invitan a ser devorados y tantas pasiones desatan. De pronto, él cambió los dedos por su lengua. Esa larga, húmeda y juguetona lengua. Recorrió sus aureolas, los senos y de nuevo volvió al pezón. Ana, se retorcía de placer pero no tenía donde agarrarse mas que de la verde y fresca hierba. Sus gemidos silenciosos se enfrentaban a la expresión de su rostro. 

Por un momento se detuvo ante el asombro inesperado de su amante, pero sólo era para coger aliento porque ahora se había adentrado en las profundidades. Apartó sus muslos, porque parecían estorbarle para aquel menester. Se había adueñado de su “sexo” y estaba dispuesto a dar y a recibir placer. Con suma maestría lamía, chupaba e introducía su lengua docta en el selecto arte amatorio, en los más profundos, recónditos, húmedos y oscuros lugares. 

Ana no podía más, se retorcía sobre la hierba mientras su conocedor amante continuaba, una y otra vez. Ella, contraía sus músculos, levantaba sus caderas acompasadamente, con el ritmo que él le había otorgado a su lengua, como si fueran uno. De improviso, Ana con un profundo y seco grito culminó su estado de éxtasis y quedó abatida sobre la hierba.